Veranos en Torrelobatón

Parece que no tuviera sentido describir la cotidianeidad estival de un pueblo del interior de la península en la era de Internet y los viajes "low-cost", pero el Covid19 llegó para cambiar muchas facetas de nuestra vida, entre ellas la noción de lo que es importante y qué deja de serlo. Así pues, ahora que el frío invernal araña mi piel con inquina inmisericorde en esta tarde del ya achacoso otoño, es buen momento para contar a aquellos que nunca han pisado estas tierras, cómo han sido los veranos torreños que he vivido, puesto que por la circunstancia mencionada, este año ha supuesto un triste impasse en las costumbres locales.

Los inviernos en la meseta castellana son muy duros, con temperaturas que rozan los 0º, cuando no toman valores negativos, durante días o semanas, en los que la lluvia, las nubes e, incluso en ocasiones, la nieve, son relativamente frecuentes. Por ello, la llegada del buen tiempo es celebrada con alborozo por los vecinos, que abandonan sus hogares, en constante proceso de recalentamiento, para pasar el mayor tiempo posible al aire libre.

Como buen español, el torreño gusta de estar en los bares, algo que pese a la opinión de algunas señoras pías, no es algo malo, pues en la barra de un bar solo se encuentra al demonio si se le busca, como en cualquier otro lugar. Es en verano cuando sus terrazas se convierten en ágoras improvisadas donde se debaten las cuestiones del momento mientras se refresca el gaznate con una cerveza o una "limonada", trampantojo sustantivo de lo que podríamos considerar la sangría típica de otros lares, mezcla de vino y diversos aderezos según receta, y que apenas tiene de limón algo de ralladura, o, en algunos casos, solo el nombre. El primer verano que pasé aquí fui víctima de esta metáfora espirituosa, pero una y no más. Así que si te ofrecen limonada en las fiestas, mejor que no estés tomando antibióticos.

El verano comienza oficialmente con la apertura de la piscina municipal, sita a las afueras del casco urbano, que suele coincidir con el primer día de julio o el último fin de semana de junio. Es la única forma de poder refrescarse sin tener que acudir al socorrido manguerazo en el patio, que yo seguí practicando por aquello de mantener las tradiciones por lejos que estés del hogar.

Según la franja del día, se puede encontrar a un determinado grupo de personas. Durante las mañanas, hay prominencia de personas provectas y jubiladas, junto con familias con niños, que hacen un parón al mediodía para ir a comer. Tras la siesta de rigor, vuelven a aprovechar los últimos rayos de sol de la tarde, encontrándose estacionados a los más jóvenes, algunos de los cuales llegan de los pueblos de la comarca, a bordo de un autobús fletado por la Junta. Por último, están los de San Pelayo, que ya que hacen el viaje, permanecen durante gran parte de la jornada. Pues como dice en su Constitución: el que va a la piscina y no la aprovecha al máximo es un parguela. La piscina es para disfrutarla.

La canícula, desde luego, no aconseja hacer otra cosa. Cualquier otra actividad deportiva es un suicidio, aunque pese a ello algún que otro ciclista atraviesa el pueblo, y los jóvenes practican el noble arte del balompié en la pista cubierta o le dan a la raqueta en el frontón.

A las 20:00 se da el cierre a las actividades acuáticas, y el socorrista, contratado entre la mocedad autóctona, azuza a los últimos rezagados para que salgan del agua. Toma entonces protagonismo el bar de las instalaciones, en el que bañistas y vecinos que pasaban por allí, se toman algo a la sombra de los árboles, al frescor de la piscina.

Si se da la circunstancia de que algún pueblo vecino está en fiestas, hacia allí se peregrina más tarde. En caso contrario, los garitos de la capital son otra buena opción. Los más tranquilos se quedan en el pueblo, bien en sus peñas o en sus patios. Los que no tienen ganas de fiesta puede que salgan a dar un paseo por el pueblo hasta llegar al Cristo mientras dan buena cuenta de una bolsa de pipas, saludando a los vecinos que charlan a la fresca sentados en la calle, pudiendo encontrarse a personajes ilustres del municipio como a la alcaldesa-presidenta.

En algún momento, ha llegado a mis oídos, un grupo de aventurados salta los muros que rodean la piscina, aprovechando lo recogido del lugar, imagino que para nadar con el traje de Adán bañados por la tibia luz de la luna; pero es algo que no se puede contar pese a que todo el mundo lo sabe, como cuando el peluquín de Íñigo.

Y así se suele pasar, en general, una jornada en el pueblo durante el verano.

Había días más especiales que otros, en los que te alistaban a un interminable vermú torreño, o cuando tenía lugar la Fiesta de los Toros, en la que los más valientes superan el récord Guiness de cubata en mano, aunque nunca quedara registrado, entre un encierro y otro a ritmo de charanga. 

Y entonces, llegó el Covid19.

El día de marzo en que el país se encerró entre cuatro paredes para intentar mitigar los efectos mortales de una enfermedad que hasta entonces no se tomaba muy en serio, permanecerá en la memoria de aquellos que lo vivimos, con temor, nervios y confianza en que todo se solucionara lo antes posible.

Durante meses, estuvimos recluidos en nuestras casas con la esperanza de tener un verano más o menos normal, lo cual ayudaba a sobrellevarlo mejor. Sin embargo, conforme pasaban las semanas supimos que no iba a ser así. Y la primera prueba de ello fue que la piscina municipal no abrió. Podíamos salir, sí, pero más allá de visitar los bares de la localidad, no había otra alternativa con la que combatir la canícula.

De las más cercanas, solo estaba disponible al público la de Medina de Rioseco, cuyas férreas normas no animaban a recorrer la media hora de viaje hasta la Ciudad de los Almirantes. Proliferaron las piscinas unifamiliares, que se colocaban en los patios, o las visitas a distintos pantanos; lo que fuera para refrescar el calor de un verano que fue algo más frío de lo habitual, por las ausencias y las restricciones.

Los que peor lo pasaron fueron los chavales. El polideportivo a medio construir fue el primer lugar donde se reunían. Sentados en las inestables gradas, huían del dañino sol de la tarde. Desalojados por la autoridad ante lo precario de las instalaciones, tomaron como punto de encuentro cualquier banco que estuviera protegido por la fresca sombra de un árbol. Eso durante el día. Por la noche, asaltaban las calles en un trote ensordecedor que hacía temblar los cimientos del sueño más profundo de los que se iban pronto a la cama, pero a los que reconfortaba escuchar el sonido de la vida volviendo a abrirse camino; un pequeño acto de normalidad en una normalidad anormal.

Todo terminó abruptamente a finales de agosto con la aparición de un brote en el pueblo. Las calles se vaciaron, el silencio se adueñó de todo y las vacaciones terminaron antes de lo acostumbrado de una forma triste y desesperanzadora.

Quedaron atrás la posibilidad de una Coca Cola en una peña, tardes interminables tirados en el césped de la piscina, los paseos nocturnos y las reuniones con familiares y amigos. Toca ahora esperar e iniciar la cuenta atrás para el próximo verano que, esperemos, no sea el de nuestro descontento.

Publicar un comentario

0 Comentarios