El sentido de la navidad

¿Habéis intentado últimamente comprar uno de esos adornos que representa a los Reyes Magos subiendo por una escalera y que se suele colgar de los balcones? Es una misión propia de Indiana Jones, aunque tendría más fácil encontrar el Arca Perdida que el mencionado objeto. Como mucho, se puede encontrar la versión con Papá Noel , señor barrigudo y dadivoso que poco a poco va desplazando a los sabios de oriente en el trono del interés infantil. Al fin y al cabo, a los niños lo único que les importa es recibir sus regalos, se los traiga Santa Claus, Melchor o el concejal de urbanismo, aunque tradicionalmente, este ha sido más de recibir que de dar.

También cuesta encontrar los típicos adornos clásicos: las bolas de múltiples colores y diseños para decorar el árbol, la estrella para coronarlo, el espumillón... han sido sustituidos por otros con un aroma industrial: modernos, asépticos, más propios de la cultura anglosajona que de la nuestra, siendo quizá excedentes de lo que se vende en esos mercados. Además, de unos años a esta parte, la variedad de dulces típicos de las fiestas ha ido menguando. Cuando era joven, los supermercados se llenaban de estanterías y estanterías de roscos, mazapanes, turrones, polvorones... Año tras año, sin embargo,su protagonismo va menguando. Las calles, un guirigay de villancicos y campanillas, se decoraban con luces de temática navideña: estrellas de Belén, los reyes magos, bolas de navidad, mientras que hoy solo se busca una estética homogénea o deslumbrar a los astronautas, y tan pronto podrían decorar una avenida en navidad como el parking del Jamaica, sitio conocido por sus pokemons legendarios, sobre el sonido del crujir de las bolsas de las compras. Las casas se emperifollaban con espumillón, figuritas recordando la escena del nacimiento, se cantaba al son de la pandereta, la botella de anís y la zambomba, las familias hacían lo imposible para reunirse y celebrar su unión ante una copiosa comida con los que faltaban siempre en el corazón. Hoy, suerte hay de que no le eches vinagre a la copa de tu cuñado.

Detalles como estos, hacen ver que la navidad va perdiendo sentido a medida que pasan los años, convirtiéndose en una festividad más en la que no se trabaja, perdiéndose incluso sus orígenes romanos del Sol Invicto, momento del año en que la noche, que hasta entonces avanzaba inmisericorde, retrocedía ante el impulso del renacido astro rey. Todo esto queda arrinconado ante un consumismo desatado que devora tradiciones para regurgitar estímulos de compra asociados a un determinado periodo temporal, perdiendo en el camino la sociedad su propia identidad, desdibujándose en un mar de individualidades sin alma ni propósito.

En un futuro no muy lejano será una fiesta más cuyo origen será reinventado u olvidado. Por ello, este año más que nunca, es preciso recordar que celebramos que hemos sumado otro año a nuestra existencia, los momentos que compartimos con aquellos que se fueron, la ilusión de que todos los seres humanos pueden vivir en armonía y concordia, que, aunque sea por un día, la gente puede ser buena y el mundo es mejor de lo que es. Y más allá de eso, que hace más de dos milenios, en un rincón perdido del desierto, nació en un pesebre porque sus padres no pudieron entrar en ningún otro lado, un niño que trajo la luz y la esperanza a los parias de la Tierra.
Santa Claus solo trajo Coca Cola.
¡Feliz Navidad!

 



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