Esperando en la estación

Una chica se abanica como puede con el folleto del resort donde se alojará durante una deseada semana. Lo hace con parsimonia, intentando no romper las débiles hojas de papel con un movimiento demasiado brusco. A su lado, una pareja de holandeses inician la segunda discusión del día, la quinta de su viaje y la trigesimo cuarta del mes. Salieron ayer de su casa y son las 10 de la mañana del día 4. El señor alopécico que les observa sentado a un par de metros no les da más de unas horas antes de que se separen sus caminos, con lanzamiento de verdades incómodas mediante. Y eso que desconoce los mencionados datos.

Niños tirados por el suelo queriendo jugar a juegos largamente olvidados, ancianos desorientados en el último trayecto de sus vidas, trabajadores cansados devorando de pie un sencillo sandwich mixto en la atestada estación en la que uno de cada dos trenes va con retraso.

Un contable con alma de Espartaco parece romper las barreras sociales y comienza un conato de discurso reivindicativo que es ahogado por la voz que crepita en los altavoces anunciando la próxima salida del tren largamente esperado. Su voz va menguando a medida que su cuerpo se encoge ahogado por el mar de cuerpos que comienza a rodearle.

Los niños se recomponen, los ancianos se despiertan, los holandeses firman una circunstancial tregua y el señor calvo se atusa los pelos de las cejas mientras un folleto de vacaciones pasa rozándole.

Todos corren a conformar una estructura que a duras penas podría llamarse fila y esperan su turno para montar en el vagón. Para unos será el final de la jornada. Para otros, el inicio de su viaje.



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