La luna y el farol

Cansada de su caminar solitario por el firmamento, la luna decidió buscar un compañero con el que compartir su viaje. El sol le era esquivo, siempre huyendo de ella como si quemara. Solo permitía su presencia en determinados días y por unas pocas horas. No quería nada serio.

Cierto día en que su órbita le llevó a sobrevolar un pequeño pueblo, el brillo de un farol llamó su atención. Se detuvo unos instantes y el farol, galante, le dedicó varios piropos durante una larga conversación que pareció durar un instante. La luna, conmovida por las atenciones pensando que había encontrado un alma gemela, le visitaba al final de la jornada y pronto el amor creció en su interior haciéndola sentir plena.

Pero aunque la compañía le era grata, la luna dudaba pues la luz del farol, por brillante que fuera, era bastante fría, monótona, plana. Y cuando intentaba sonsacarle sus intenciones para con ella, este se mostraba distante y pronto cambiaba de tema.

Llegó aciago día en que la luna fue a darle un ultimátum pero no le vio brillar. Todo estaba apagado. ¿Acaso se habría largado? No estaba donde solía estar, ignorante de que su bombilla se había fundido sin avisar.

Durante varias jornadas estuvo buscándole sin cesar, hasta que, entristecida, la luna aceptó su soledad. Se olvidó de encontrar a nadie y se refugió en sus amigas, las estrellas que aún lejanas le hacían más fácil la vida. Aunque la luna nunca perdió la esperanza de un reencuentro anhelado.

Y desde entonces, se ve a la luna acompañada de multitud de estrellas que se apartan en cuanto hay un farol, para darle privacidad, por si es el amado de su amiga y no una farola más.

Moraleja: las bombillas, mejor led.

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