Llegar a ser un torreño

El siguiente texto fue publicado en la revista Grimata que edita la Asociación El Castillo de Torrelobatón. Lo muestro aquí a quien quiera leerlo y no tenga acceso a la revista.


Se preguntarán a quién corresponde el nombre que figura en la cabecera del texto. Alguno quizá lo intuya y otros seguramente afirmarán que ellos ya lo sabían cuando se desvele un misterio que no es tal. Mi nombre ya lo conocen, y aparte de ser de Málaga, soy el yerno de Julián, el de Santander, hijo de Eustaquia. Creo que con esta información me habrán ubicado los habitantes habituales del pueblo. Para los que viven en el exilio urbano, soy el Minion cuya cara no les sonaba de nada y que iba grabando todo con el móvil en las pasadas Fiestas de los Toros. 

Durante varios meses he tenido la fortuna de vivir en este tranquilo pueblo de la meseta y disfrutar de su clima recio y su calor humano. Como dice el refrán: donde fueres haz lo que vieres, y por ello me propuse convertirme en un torreño de pro, toda vez que mi estancia se tornaba en prolongada. Junto con la ayuda de varios vecinos y la experiencia adquirida mediante la observación de las costumbres locales, llegué a la conclusión de que para ello, debía seguir una serie de ritos y tradiciones ancestrales que se hunden en la noche de los tiempos, cuando San Pelayo era una pedanía de Torre.

La primera lección que debía aprender es que hay que beber alcohol. Ya de primeras fracasaba estrepitosamente, pues ninguna bebida espirituosa me resulta agradable al paladar, y aunque caliente el espíritu, considero que aquí no hace tanto frío como para tenerlo que abrigar. Decidí sustituir el vino, tan característico de estas tierras, por un mosto, que es casi lo mismo pero con menos alegría, y me puse un abrigo grueso para superar los retazos invernales del momento.

La segunda lección venía derivada de la primera: el vermú es un estado mental. No está sujeto a una franja horaria o lugar determinado. Puede llevarse a cabo en la piscina, cuando está abierta, en el bar que mejor te trate, en casa de algún vecino, en el prado frente al Cristo, en la explanada del castillo o en todos ellos si la cosa está animada, algo que suele suceder con frecuencia. Algo que aprendí fue que ir al vermú es como ir a juicio: uno sabe cuando va, pero nunca cuando volverá, o si lo hará escoltado por una amable pareja de la Guardia Civil. 

Otra cosa que tuve que aprender fue a saludar a la gente que me encontrara al pasear por la calle. No es algo que desconociera, pues educación tengo, no se vayan a pensar, pero es algo poco habitual en poblaciones tan masificadas como de la que provengo, en el que concepto de vecino es elástico, y el señor de Murcia que te encuentras todos los días al bajar a por el pan puede convertirse el día menos pensado en una chica de Cuenca que te mira con desconfianza nada más verte. Esto pasa en todos los pueblos con pocos habitantes, pero en este, como no podía ser de otro modo, te contestan, no como en otros... pero no daré nombres porque no quiero hablar de Peñaflor.

Me gusta pasear por las calles de Torre, y es algo que hubiera debido hacer nada más llegar. Por desgracia por aquel entonces no acompañaba el clima. Y no solo es recomendable caminar por una mera cuestión de salud, sino que viene bien además para que se queden con tu cara y evitar situaciones como la que aconteció la primera vez que entré a un bar y la concurrida parroquia se giró al unísono para ver quién era el forastero que cruzaba las puertas del local. Sentí tal cantidad de intrigadas, intensas y lacerantes miradas sobre mi persona, que se me curó una tortícolis que me aquejaba desde hacía varios días.

Pronto llegó el calor, y con él, la temporada de piscina. Charlando con la, otrora, juventud local, descubrí que había una tradición sin la cual no podría pasar por torreño jamás: colarse en la piscina por la madrugada, cuando todos los gatos son pardos y no hay socorristas que te impidan saltar del clausurado trampolín. Intenté hacerlo una noche de julio en la que la luna llena iluminaba los campos con la fuerza de un candil. Ni que decir tiene que la mocedad hace mucho que me abandonó, por lo que al ir a levantar la pierna para apoyarla sobre el muro, me dio un ataque de ciática que dio por terminada la aventura nocturna. Al menos quedó la oportunidad de zambullirse desde el trampolín el último día de piscina. 

Cuando me hube recuperado, llegó a mis oídos que el moral del pueblo ya estaba dando sus ricos frutos, los cuales solían recoger los chavales cada verano. De lo que no me enteré fue de su ubicación, así que con mis escasos conocimientos de botánica salí en su busca. Me subí en dos cipreses, un tejo y una higuera, sin éxito, de más está decir. Yo no es que venga de la gran ciudad precisamente, pero en mi provincia los bosques están formados por farolas y matorrales y lo más verde que se ve es la esperanza que tienen los extranjeros en ponerse morenos en quince días. Más tarde me dijeron que el moral se yergue frente al cementerio, pero la ciática volvió y ahí se quedaron las moras para quien las cogió. 

Cuando ya el verano daba sus últimos coletazos y pude volver a caminar con normalidad, se celebraron las Fiestas de los Toros en honor del Padre Hoyos. Parece mentira que hoy día, en plena era de la información global, no supiera que aquí, en los encierros, los toros son más o menos libres de correr hacia donde les plazca, que suele ser a ninguna parte a menos que los mozos les inciten. Esto les parecerá una obviedad pero en el sur los encierros son unidireccionales: el toro corre hacia la meta y ya está. Claro que allí los participantes van todos muy borrachos y no es plan de jugársela demasiado.

En fin, quedan mil cosas de Torrelobatón que he descubierto, para las que necesitaría toda una revista para contarlas: la cantidad de actividades que se pueden hacer todo el año, el apego a las tradiciones como la dulzaina y el paloteo, la fraternidad entre los quintos... y ¡ni siquiera he hablado del castillo!, dentro del cual, en unos de sus bancos se pueden sentar gracias a mí. Pero esa es otra historia... Abrí una cuenta en Instagram para dar testimonio gráfico de mis vivencias en la comarca. La puedes encontrar en Los Torozos y les invito a visitarla para ver fotos de todo tipo. Que ustedes dirán que para qué van a mirar algo a través de una pantalla cuando lo tienen delante de sus ojos. Pues también es verdad.

Dicho todo lo cual, tengo algunas dudas de que algún día pueda llegar a ser un torreño de pro, pero pondré todo mi empeño en ello y espero poder contar mis progresos en estas páginas. Nos vemos en los bares.

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